Corazón Hospitalario,

San Juan de Dios

Nos trasladamos a diciembre de 1539, exactamente tres siglos antes del nacimiento de la Congregación de las Hermanitas de los Pobres en Francia.

 

En España, más en concreto en la ciudad de Granada, un hombre va a visitar al Obispo de Tuy, D. Miguel Muñoz. Al entrar se llamaba Juan Ciudad (o João Cidade, en su portugués natal), vestido de harapos; ahora lleva un hábito gris y se llama Juan de Dios, pero el hombre es el mismo.

 

Unos meses antes, escuchando una predicación de Juan de Ávila, fue profundamente tocado por la conciencia del amor de Dios, comenzando a dar voces y gritos hasta el punto de ser tomado por loco. Se le encierra entre los alienados y comparte su tratamiento: cadenas y bastonazos. En su encierro, toma conciencia de su misión. Se dedica a cuidar a cada uno de los enfermos con dulzura y bondad. Esta actitud de humilde servicio abre un vasto horizonte en su vida y se convierte en su vocación.

 

Una vez fuera del hospital, no tarda mucho en encontrar un local para los pobres que encuentra bajo los pórticos y las arcadas de la ciudad de Granada. Transidos de frío, desnudos, cubiertos de llagas, enfermos… todos los mendigos se reúnen por la noche en esta pieza alrededor de un gran fuego, mientras Juan de Dios sale cargando una cesta a la espalda y dos marmitas en las manos. Grita para quien quiera escucharle: «¡Hermanos en Jesucristo, haced el bien por amor de Dios!». La gente se sorprende, pero le dan restos de comida, trozos de pan, incluso panes enteros. Regresando con estas limosnas los pobres satisfacen su hambre y Juan les dice: «Dios os salva, hermanos; rezad al Señor por quien os hace el bien».

 

Así nacía la gran Orden Hospitalaria de los Hermanos de San Juan de Dios, consagrada a la hospitalidad para anunciar al mundo el Evangelio de la misericordia.

 

Nuestro Señor mismo le visitó un día…

 

Acababa de admitir a un enfermo y se disponía a lavarle los pies cuando de súbito aparecieron en ellos los sagrados estigmas, de donde salían rayos de luz. Le dijo el Señor: «Juan, mi fiel siervo, no te turbes. Te visito para testimoniarte mi satisfacción por el cuidado que te tomas por los pobres; todo el bien que en mi nombre haces, soy Yo quien lo recibe».

“Si considerásemos cuán grande es la misericordia de Dios, jamás cesaríamos de hacer el bien”