HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

 

Basílica de San Pedro
Domingo 11 de octubre de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

“¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?”. Con esta pregunta comienza el breve diálogo, que hemos oído en la página evangélica, entre una persona, identificada en otro pasaje como el joven rico, y Jesús (cf. Mc 10, 17-30). No conocemos muchos detalles sobre este anónimo personaje; sin embargo, con los pocos rasgos logramos percibir su deseo sincero de alcanzar la vida eterna llevando una existencia terrena honesta y virtuosa. De hecho conoce los mandamientos y los cumple fielmente desde su juventud. Pero todo esto, que ciertamente es importante, no basta —dice Jesús—; falta sólo una cosa, pero es algo esencial. Viendo entonces que tenía buena disposición, el divino Maestro lo mira con amor y le propone el salto de calidad, lo llama al heroísmo de la santidad, le pide que lo deje todo para seguirlo: “Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres… ¡y ven y sígueme!” (v. 21).

“¡Ven y sígueme!”. He aquí la vocación cristiana que surge de una propuesta de amor del Señor, y que sólo puede realizarse gracias a una respuesta nuestra de amor. Jesús invita a sus discípulos a la entrega total de su vida, sin cálculo ni interés humano, con una confianza sin reservas en Dios. Los santos aceptan esta exigente invitación y emprenden, con humilde docilidad, el seguimiento de Cristo crucificado y resucitado. Su perfección, en la lógica de la fe a veces humanamente incomprensible, consiste en no ponerse ya ellos mismos en el centro, sino en optar por ir a contracorriente viviendo según el Evangelio. Así hicieron los cinco santos que hoy, con gran alegría, se presentan a la veneración de la Iglesia universal: Segismundo Félix Felinski, Francisco Coll y Guitart, José Damián de Veuster, Rafael Arnáiz Barón y María de la Cruz (Juana) Jugan. En ellos contemplamos realizadas las palabras del apóstol san Pedro: “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (v. 28) y la consoladora confirmación de Jesús: “Nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente…, con persecuciones, y en el mundo venidero, vida eterna” (vv. 29-30).

Santa María de la Cruz es un faro para guiar nuestras sociedades

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Con su admirable obra al servicio de las personas ancianas más necesitadas, santa María de la Cruz es a su vez un faro para guiar nuestras sociedades, que deben redescubrir siempre el lugar y la contribución única de este período de la vida. Nacida en 1792 en Cancale, en Bretaña, Juana Jugan se preocupó de la dignidad de sus hermanos y hermanas en la humanidad que la edad hacía vulnerables, reconociendo en ellos la persona misma de Cristo. “Mirad al pobre con compasión —decía— y Jesús os mirará con bondad en vuestro último día”. Esta mirada compasiva a las personas ancianas, que procedía de su profunda comunión con Dios, Juana Jugan la mostró en su servicio alegre y desinteresado, ejercido con dulzura y humildad de corazón, deseando ser ella misma pobre entre los pobres. Juana vivió el misterio de amor aceptando, con paz, la oscuridad y el expolio hasta su muerte. Su carisma es siempre actual, pues muchas personas ancianas sufren múltiples pobrezas y soledad, a veces incluso abandonadas por sus familias. El espíritu de hospitalidad y de amor fraterno, fundado en una confianza ilimitada en la Providencia, cuya fuente Juana Jugan encontraba en las Bienaventuranzas, iluminó toda su existencia. Este impulso evangelizador prosigue hoy en todo el mundo en la congregación de las Hermanitas de los Pobres, que fundó y que, siguiendo su ejemplo, da testimonio de la misericordia de Dios y del amor compasivo del Corazón de Jesús por los más pequeños. Que santa Juana Jugan sea para las personas ancianas una fuente viva de esperanza y para cuantos se ponen generosamente a su servicio un fuerte estímulo para proseguir y desarrollar su obra.

Queridos hermanos y hermanas, demos gracias al Señor por el don de la santidad que hoy resplandece en la Iglesia con singular belleza. A la vez que os saludo con afecto a cada uno —cardenales, obispos, autoridades civiles y militares, sacerdotes, religiosos y religiosas, fieles laicos de diversas nacionalidades que participáis en esta solemne celebración eucarística—, deseo dirigir a todos la invitación a dejarse atraer por los ejemplos luminosos de estos santos, a dejarse guiar por sus enseñanzas a fin de que toda nuestra vida se convierta en un canto de alabanza al amor de Dios. Que nos obtenga esta gracia su celestial intercesión y sobre todo la protección maternal de María, Reina de los santos y Madre de la humanidad. Amén.